La luz,
iluminándolo todo
cada vez que sonríes.

La vida,
creciendo sin esfuerzo
al calor de tu boca,

Y yo,
viviendo, tan sólo,
porque tú respiras.


Para Javi, el amor de mi vida, Cristina Ruiz Gallardo, Barcelona, 2010


Soledad

Este texto se compone de tres partes y es una especie de experimento. Quise escribir una historia con un lenguaje muy poético, con imágenes más propias de la poesía que de la narrativa. 
Espero que os guste el resultado.

I
La mañana me ha sorprendido despierta, y se ha enfadado, porque siempre le gusta acariciarme suavemente y observar como abro los ojos despacio, y la miro, con los sueños en las pupilas y su luz en el alma. Ella me cuenta del cielo, del mar y yo le explico de mi eterna primavera a tu lado, de tus palabras, de mis deseos…

Fue una mañana de junio que te vi por primera vez. Sin más, el sol despertó en una ventanita de mi alma y lo iluminó todo, de arriba abajo y de abajo a tus ojos. Desde entonces siempre hemos estado juntos. Caminar a tu lado es tan fácil que apenas me he dado cuenta de que hemos recorrido ya el mundo entero.

En mi tierna soledad empecé a dar torpes y pequeños pasos con los ojos cerrados. Caí, e intentando levantarme encontré tus manos que me agarraron fuertemente. Así fui creciendo y despacito me convertí en una mujer. Tú fuiste dibujando cada uno de mis rasgos, de mis deseos, de mis emociones… ¡Y me diste la vida! En tu mirada, la constante ilusión de crear y ver tu obra. En mis ojos, la felicidad de ser todo lo que tú querías que yo fuera. Me hiciste unas alas con pequeños pedacitos de tu corazón y con hilos de ilusión dorada las uniste a mi alma. ¡Fue tan fácil aprender a volar contigo! Nuestro amor crecía tanto, tanto, que empezó a darme miedo la felicidad que sentía. Me regalaste, entonces, un precioso castillo de arena blanca y lo pintamos con el color de nuestros sueños.
Una tarde, me miraste con dulzura infinita y me prometiste una sorpresa. Cerraste mis ojos y me guiaste hasta la playa. Nos sentamos, me susurraste al oído “mira” y se abrió ante mis sentidos el atardecer más hermoso que jamás pudo existir. La brisa desordenaba mis cabellos y tú me observabas. ¡Me hiciste ruborizar! Tus manos rozaron mis mejillas, después mi cuello y empezaron a dibujar mi cuerpo. Tus labios le dieron color y fue todo el amor del mundo, por ti, por mí…
La luna nos miraba suave y el mar nos cantó al oído, y tú y yo, todo, sin más, ¡tanto! Mis ojos coqueteaban con el sueño y tú me observabas, con una media sonrisa en los labios. “¿Qué?” pregunté. “Pareces un ángel” dijiste enamorado. Sonreí, te besé y, refugiándome en tus brazos decidí quedarme contigo para siempre, feliz…

Empezamos a compartir los días y las noches. Me gustaba observarte mientras dormías porque te sabía feliz y podía adivinar cada uno de tus sueños. Y todos eran míos. 



II
Sin avisar tus ojos empezaron a perder el brillo del demiurgo orgulloso. No quise creerlo, no pude pensar. Bajé a la playa. Empezó a anochecer. La oscuridad me acogió sin preguntas. Caminé por la orilla del mar, no sé ni cuanto. Las olas rozaban tímidamente mis pies. Quise ser ola: ir, venir, morir en la arena… Me senté en la superficie fría. Miré la oscuridad del agua y la luna iluminó un camino de plata para mí. Me invitó a seguirlo. Giré la cara, cerré los ojos. Los abrí. Te vi en la arena jugando conmigo, tiempo atrás. Cerré los ojos. Los abrí. Vacío. Empecé a llorar bajito y mis lágrimas fueron olas, muriendo en la arena…
Mentiría si dijera que estoy bien. No. Nunca más sin ti. Cierro los ojos y respiro profundamente. Siento mis latidos, estoy viva, puedo sentirlo en cada uno de los poros de mi piel, pero no tengo nada excepto latidos y respiración. Estoy vacía, sola y tengo miedo, mucho miedo, y frío. Se apagaron todas las estrellas de golpe y me dejaron a oscuras. El aire es tan espeso, me asfixia ¡pesa tanto! Y yo estoy tan cansada, me caigo al vacío, me duermo.
                                                    
Empezamos a necesitar de las inútiles palabras para entendernos. Todo eran justificaciones y cortesías. Poco a poco, me soltaste la mano y yo apenas pude sostenerme en mis torpes piernas. Buscando respuestas, decidí ser tu sombra invisible. Quería estar siempre a tu lado, aunque tú no reparases en mí. Verte, aunque de lejos, se convirtió en mi única motivación. Me tropecé con una de tus maravillosas sonrisas y me llenó la esperanza: imaginé que sólo era una pequeña crisis. Tú necesitabas espacio y tiempo y aire, pero no sabías como pedírmelo.
“¡Mi amor, habría sido tan fácil hablarlo! Perdóname por no haberme dado cuenta. Tómate el tiempo que necesites, aquí estaré yo esperándote, con más amor que nunca y todas la ilusiones en el corazón”.
Esa esperanza me hizo renacer de nuevo, pero ¡duró tan poco! Desapareció cuando me reencontré con el brillo apasionado de tu mirada frente a unos ojos que no eran los míos.

La miré: hermosa, perfecta, empezando a crecer, como yo lo hice…
Te observé: ilusionado, poderoso, empezando a crear, como hiciste conmigo…
Me vi: silenciosa, inerte, empezando a morir, como tenía que ser sin ti…

El miedo me ató la garganta y me cerró los ojos. Silencio. Vacío.

Pasaban las horas. Se hizo de noche.

Ya no hubo paz. Apenas nos veíamos y siempre estábamos hablando. Nuestro castillo ya no era de arena sino de frío granito negro. La oscuridad lo iluminó todo y tú y yo nos convertimos en dos sombras.


III
¡Los días son tan largos! Intenté dormir a tu lado. Sonó la mañana y, con cuidado, sin hacer ruido, te marchaste. Fingí dormir. Cerraste la puerta y me partiste el alma. No quise levantarme, no quise respirar, sólo llorar y gritar hasta perder la razón.

Pasaban las horas. Se hizo de noche.
 Te oí llegar. Fingí dormir. Con cuidado te colocaste a mi lado, nuevamente. Ni una palabra, ni una caricia, ni una mirada. Duermes. Me levanté entonces. Me lavé la cara y me miré al espejo. No me reconocí. Apoyé la mano en el cristal de plata y deseé tanto pasar al otro lado y empezar de nuevo. Me acerqué despacito y te miré. Tu cara, tu expresión de libertad y madurez me abrió nuevas heridas. Y sangré, y mis ojos ya no me obedecían y dejaban caer lágrimas a su antojo.
No puedo pensar, no puedo, estoy tan débil, me caigo a tus pies, me duermo…

Pasaban las horas… Pasaban los días… La tarde cayó lentamente…

Una desconocida energía empezó a levantarme y a plantearme mil cuestiones, ¿por qué me hacías tanto daño? ¿Por qué te alejabas de mí? ¿Por qué habías buscado una nueva ilusión en otra mirada, en otra boca? No hallé respuesta, pero sí la fuerza necesaria para luchar. Sí, empecé a odiarte. Al principio levemente, luego con una intensidad apasionada. La rabia y el dolor se divertían a placer martirizando mi débil razón y mi alma cansada. Sí. Odio sin medida. Sed de venganza. Deseo de humillarte y hundirte en lo más bajo… Tal vez verte morir. Hacerte sentir todo el dolor y la desesperación que yo sentía por tu culpa. ¡Sí, destruirte con mis propias manos!

Me sorprendí llorando. Como podía pensarlo siquiera. ¡Mi amor, mi vida entera! ¿Cómo podría matarte sin morir yo también? Te amo tanto, me haces tanta falta, estoy perdida, estoy aquí esperándote, mi amor, ven a buscarme, tengo frío.

El azote atroz de la tormenta me hizo aún más desgraciada, más cobarde, más pequeña. Se rió de mí y de mi dolor. Me iluminó unos segundos y luego me escupió a la cara la verdad: te he perdido.
No. Debía tranquilizarme. Estaba perdiendo el control. Es tan fina la línea que nos mantiene a salvo de la locura. Yo sabía que mi desesperación me empujaba hacia ese abismo y no quería, no, no. Llorando de nuevo. Sola. Bajé a la playa. La tarde también lloró mi dolor y me escuchó, callada, pero no pudo ayudarme. Ni el mar, ni las olas… ¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer? Resonando una y mil veces en mi cabeza. Quiero salir de esta noche, con el alma en paz.
Piensa, piensa.
Orden.
¡Cuánto te quiero!
Apreté fuertemente las rodillas contra el pecho y miré al horizonte, mientras la lluvia me vestía de duelo. Montones de recuerdos empezaron a fluir como agua en mi mente y se agolparon de forma torpe para hacerme entender lo feliz que he sido a tu lado. Ha llegado el momento de estar a la altura de tu amor. Me marcho. Te quiero con locura y deseo que seas feliz, por eso te devuelvo la libertad. Ojalá ella te quiera por lo menos como te quise yo, como te quiero yo.

La mañana me ha sorprendido despierta y se ha enfadado, porque siempre le gusta acariciarme suavemente y observar como abro los ojos despacito, y la miro, con su luz en las pupilas y tu amor en el alma. Ella me ha visto desde el cielo, desde el mar, y ha echado las cortinas para que el sol no pueda ver mi tristeza.

Una última mirada a mi precioso castillo. Dejo mi alma aquí contigo, pero me llevo en el corazón cada uno de los maravillosos momentos que me has regalado. Me marcho. Gracias por tanto, amor. Gracias por tanto amor…

Te quiero




Cristina Ruiz Gallado, Barcelona, 2008 


Y te amo sin más

Y te amo sin más,
sin esperarlo,
y te deseo, sí,
de forma clara,
y sin yo desearlo te deseo,
y sin que tú me quieras yo te quiero,
y te miro y me miro
y me arrepiento
de morirme por ti
fuera del tiempo
de los besos de azul y agua salada,
de los sueños coral de la mañana,
de la tarde callada de recuerdos...
De la caricia inerte de un pasado
que llorando se escapa entre mis manos.

Hoy te pido perdón
por un cariño,
que ni tú me pediste
ni yo debo
derramar en tu sien
ni en tu entereza,
que me mata y da vida...
En mi cabeza
sólo fluye tu nombre
y tu mirada.
Y todo lo eres tú.
Yo no soy nada.
Nada soy ya sin ti,
nada en la nada.
Y todo me recuerda
que te quiero,
y me mata el dolor
de un sentimiento
que debiera morir,
mas si muriera,
yo moriría también
porque mi vida
es ya un dolor sin fin
de muerte eterna.
Yo no renuncio a amarte
para siempre,
aunque tú nunca llegues
a quererme.
Porque el amor sin más
es mi esperanza,
y frente a su poder reza mi suerte,
y si no tengo Amor
prefiero Muerte.    


Cristina Ruiz Gallardo, Barcelona, 2011




En casa

Como cada tarde salgo como un autómata rendida de trabajar, asqueada y deseando coger el metro que me lleve a Plaça Catalunya. Allí, en el andén de Roquetes, mirando el cartel luminoso donde anuncian que faltan dos minutos para el próximo tren…, no espera, tres minutos, no, no, uno con cincuenta y cuatro… Dejo de mirarlo, “que tarde lo que quiera que no tengo prisa”. Por fin llega. Una marea humana vacía un tren que, en apenas cinco segundos vuelve a estar repleto. Me siento en uno de los asientos junto a la ventanilla. Me gusta sentarme junto a la ventanilla. Aunque el vagón esté lleno yo puedo refugiarme en mis pensamientos. ¡¡Nos paramos en medio del túnel!! “¡No, por favor, no te pares, quiero llegar!” Reanudamos la marcha, “menos mal”. Empieza a vibrar el móvil en mi bolso y lo rebusco frenética “¿por qué llevo tantas cosas?”. Para cuando lo encuentro ya han colgado. Resignada lo guardo de nuevo. Se abren las puertas. Ya estoy en Lesseps. Baja mucha gente. Sube mucha más gente. El asiento que hay a mi lado queda vacío. Una mujer menuda envuelta en un enorme anorak azul casi se cae al ir a sentarse justo cuando arrancaba del tren. La ayudo a sostenerse.
-¡Gracias joven!- me dice con tono dulce.
Reparo entonces que es muy anciana o al menos su rostro está surcado por líneas infinitas. Sentada, los pies le quedan colgando. Lleva un gran bolso de lona que se coloca sobre las piernas, empezando a remover su contenido con gran energía, buscando algo. “Ha perdido el móvil” pienso, sin poder evitar una sonrisa ante mi propia experiencia. Cada vez se inclina más sobre la boca del bolso. No dejo de mirarla de reojo con curiosidad, esperando ver qué secreto busca con tanto ahínco. De nuevo se para el metro. “¡Qué agonía!” Giro la cabeza hacia la ventanilla, resoplando, intentando relajarme buscando el camino de los cables del túnel, cuando de pronto, en el reflejo de la ventana, veo como la chica que está sentada frente a mí leyendo una revista, no puede disimular una mueca de desagrado, mientras se refugia de nuevo en su lectura. Instintivamente miro a mi derecha y veo algo que me deja atónita: la anciana se está haciendo la prueba del azúcar, con su pinchacito y su gotita de sangre, ajena a donde está y a todos los que la rodean que como yo no pueden creer lo que están viendo. “¿No puede hacerlo cuando llegue a su casa? Menos mal que la próxima es mi parada” me digo. Recojo mi abrigo, el portafiambreras, el maletín y el bolso y me levanto, aún asombrada, apoyándome en la barra lateral. Con cuidado me encamino a la puerta. Bajo del vagón, integrada en la riada humana que, como si se hubiera declarado un incendio, avanza en desbandada hacia la salida. Atravieso las puertas y me planto en el intercambiador donde empieza a vibrar de nuevo mi móvil.
–Ya estoy aquí -contesto alegre.

Empiezo a hacer la maniobra acrobática para ponerme el abrigo sin soltar nada, cuando veo de nuevo a la mujer menuda envuelta en el enorme anorak azul. Avanza hacia la entrada de los ferrocarriles y se sienta junto a otra mujer sobre unos cartones. Recoge las piernas dentro del abrigo, se frota las manos y saca del viejo bolsón de lona un pequeño bocadillo envuelto en papel de aluminio, un platito y un cartel que coloca frente a ella. “La noche va a ser fría” la oigo comentar. Ambas mujeres ríen. Ahora lo entiendo: está en su casa.

Escribí este texto para el concurso literario de TMB 2012. Cristina Ruiz Gallardo, Barcelona, 2012.