Como cada tarde salgo como un autómata rendida de trabajar,
asqueada y deseando coger el metro que me lleve a Plaça Catalunya. Allí, en el
andén de Roquetes, mirando el cartel luminoso donde anuncian que faltan dos minutos para el próximo tren…, no espera, tres minutos, no, no, uno con cincuenta y cuatro… Dejo de mirarlo,
“que tarde lo que quiera que no tengo prisa”. Por fin llega. Una marea humana vacía
un tren que, en apenas cinco segundos vuelve a estar repleto. Me siento en uno de
los asientos junto a la ventanilla. Me gusta sentarme junto a la ventanilla. Aunque
el vagón esté lleno yo puedo refugiarme en mis pensamientos. ¡¡Nos paramos en
medio del túnel!! “¡No, por favor, no te pares, quiero llegar!” Reanudamos la
marcha, “menos mal”. Empieza a vibrar el móvil en mi bolso y lo rebusco
frenética “¿por qué llevo tantas cosas?”. Para cuando lo encuentro ya han
colgado. Resignada lo guardo de nuevo. Se abren las puertas. Ya estoy en
Lesseps. Baja mucha gente. Sube mucha más gente. El asiento que hay a mi lado
queda vacío. Una mujer menuda envuelta en un enorme anorak azul casi se cae al
ir a sentarse justo cuando arrancaba del tren. La ayudo a sostenerse.
-¡Gracias
joven!- me dice con tono dulce.
Reparo
entonces que es muy anciana o al menos su rostro está surcado por líneas infinitas.
Sentada, los pies le quedan colgando. Lleva un gran bolso de lona que se coloca
sobre las piernas, empezando a remover su contenido con gran energía, buscando
algo. “Ha perdido el móvil” pienso, sin poder evitar una sonrisa ante mi propia
experiencia. Cada vez se inclina más sobre la boca del bolso. No dejo de
mirarla de reojo con curiosidad, esperando ver qué secreto busca con tanto
ahínco. De nuevo se para el metro. “¡Qué agonía!” Giro la cabeza hacia la
ventanilla, resoplando, intentando relajarme buscando el camino de los cables
del túnel, cuando de pronto, en el reflejo de la ventana, veo como la chica que
está sentada frente a mí leyendo una revista, no puede disimular una mueca de
desagrado, mientras se refugia de nuevo en su lectura. Instintivamente miro a
mi derecha y veo algo que me deja atónita: la anciana se está haciendo la prueba
del azúcar, con su pinchacito y su gotita de sangre, ajena a donde está y a todos
los que la rodean que como yo no pueden creer lo que están viendo. “¿No puede
hacerlo cuando llegue a su casa? Menos mal que la próxima es mi parada” me digo. Recojo
mi abrigo, el portafiambreras, el maletín y el bolso y me levanto, aún
asombrada, apoyándome en la barra lateral. Con cuidado me encamino a la puerta.
Bajo del vagón, integrada en la riada humana que, como si se hubiera declarado
un incendio, avanza en desbandada hacia la salida. Atravieso las puertas y me
planto en el intercambiador donde empieza a vibrar de nuevo mi móvil.
–Ya
estoy aquí -contesto alegre.
Empiezo
a hacer la maniobra acrobática para ponerme el abrigo sin soltar nada, cuando veo
de nuevo a la mujer menuda envuelta en el enorme anorak azul. Avanza hacia la
entrada de los ferrocarriles y se sienta junto a otra mujer sobre unos cartones.
Recoge las piernas dentro del abrigo, se frota las manos y saca del viejo
bolsón de lona un pequeño bocadillo envuelto en papel de aluminio, un platito y un cartel que coloca frente a
ella. “La noche va a ser fría” la oigo comentar. Ambas mujeres ríen. Ahora lo
entiendo: está en su casa.
Escribí este texto para el concurso literario de TMB 2012. Cristina Ruiz Gallardo, Barcelona, 2012.
Siempre es así: juzgamos de acuerdo a nuestro mapa mental. NO entendemos que cada ser humano tiene sus propias luchas cotidianas. Me encantó el relato: muy ágil y visual, y el final inesperado. Espero haya ganado algo en el concurso en el cual lo presentaste.
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